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Anastasia, 20 años
Con el dedo índice, roza los tulipanes deshidratados del balcón. Puede escuchar los pasos toscos que retumban en el techo del balcón de su vecina. Mientras el aire pesado del verano la deja respirar de a ratos, llegan a su conciencia los gritos de su madre desde la cocina. De grito en grito, Anastasia toca otras flores del balcón y sonríe. Las flores también respiran.
Karina, 41 años
Tres hijos, un ex marido, una madre bipolar. Karina tiene todo eso y: un piano que le regaló su hermano hace 15 años, un amante productor de seguros y la cocina sucia. Retomó sus clases de composición hace una semana. Los jueves a la tarde se junta con su grupo de amigas del club. En el anteúltimo encuentro, la conversación giró en torno a si es mejor tener un hobby o un amante. Al último encuentro, Karina no asistió.
Pedro, 8 años
El mes pasado murió Pepo, la mascota de Pedro. Pepo era un cachorro, mezcla de Bulldog y Basethound, que Pedro alimentaba con leche y galletitas Oreo. Jugaban en la plaza del barrio, mientras la madre los cuidaba. Pepo siempre corría más rápido que Pedro, se escapaba unos metros, pero volvía a su amo, solía traer entre sus dientes pajaritos. Cuando Pepo murió, la madre de Pedro le preparó a su hijo una merienda con leche y galletitas, y para que no esté triste, le regaló un pajarito.
El inglesito, 63 años
“El inglesito” fue un soldado australiano que se quedó a vivir en Mar del Plata, después de la guerra de Malvinas. En sus últimos años, se dedicó a mirar el mar sentado en una pila de cajones de madera húmeda. Sus amigos del puerto lo recuerdan por su risa atragantada, entre falta de aire y licor. Diez años atrás, tuvo un restaurante de pescados y mariscos al que llamó “Oasis”. Murió sentado en la pila de cajones.
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jueves, 18 de febrero de 2010
domingo, 14 de febrero de 2010
Un mundo feliz
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Son muchos los males que pueden azotar al ciudadano común; el calor húmedo pegajoso, la falta de trabajo, la falta de dinero, la falta de amor, el exceso hormonal, darte cuenta que sos un adulto, el aumento de la cuota del monotributo, el exceso de amor, la pérdida de sentido, la neurosis obsesiva compulsiva, el aumento excesivo de la canasta básica, la fobia social, el exceso de trabajo, los ataques de pánico, no tener nada que decir, sospechas de ser un androide camuflado en una gordita, replanteo de la existencia, un nuevo portero en el edificio, la fragilidad de los vínculos humanos, la falta de sentimiento de pertenencia, la crisis mundial, la perdida de valores comunitarios, la perdida del sentido común, la megalomanía, la falta de lechuga en la heladera, el individualismo exacerbado y muchas otras cosas más que todos conocemos.
Algunos combaten dicho males yendo a terapia, intentando sublimar por algún medio expresivo, cagándole la vida a los que están alrededor, tomando Prozac, jugando a la pelota, yendo de shopping, yendo al barrio chino, casándose, divorciándose, yéndose al carnaval de Rio, y tantas otras metodologías que no vale la pena seguir enumerando.
Otros, como yo, pensamos en un cambio radical. Por eso, en estos meses, estuve considerando seriamente irme a vivir a Lotan:
Un kibbutz ecológico, en medio del desierto, donde el calor no es húmedo, el sentido de comunidad existe, donde no hay monotributo, ni AFIP, donde uno puede tener experiencias antropológicas en paz, sin que tu mamá te llame culposa, y conectar con la naturaleza y los pajaritos, sin que el alquiler suba cada 3 meses. Un mundo feliz en medio de la nada, con cantimploras llenas de agua, como pequeños oasis colgando del cuello.
Pero por alguna extraña razón, sigo en Buenos Aires.
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Son muchos los males que pueden azotar al ciudadano común; el calor húmedo pegajoso, la falta de trabajo, la falta de dinero, la falta de amor, el exceso hormonal, darte cuenta que sos un adulto, el aumento de la cuota del monotributo, el exceso de amor, la pérdida de sentido, la neurosis obsesiva compulsiva, el aumento excesivo de la canasta básica, la fobia social, el exceso de trabajo, los ataques de pánico, no tener nada que decir, sospechas de ser un androide camuflado en una gordita, replanteo de la existencia, un nuevo portero en el edificio, la fragilidad de los vínculos humanos, la falta de sentimiento de pertenencia, la crisis mundial, la perdida de valores comunitarios, la perdida del sentido común, la megalomanía, la falta de lechuga en la heladera, el individualismo exacerbado y muchas otras cosas más que todos conocemos.
Algunos combaten dicho males yendo a terapia, intentando sublimar por algún medio expresivo, cagándole la vida a los que están alrededor, tomando Prozac, jugando a la pelota, yendo de shopping, yendo al barrio chino, casándose, divorciándose, yéndose al carnaval de Rio, y tantas otras metodologías que no vale la pena seguir enumerando.
Otros, como yo, pensamos en un cambio radical. Por eso, en estos meses, estuve considerando seriamente irme a vivir a Lotan:
Un kibbutz ecológico, en medio del desierto, donde el calor no es húmedo, el sentido de comunidad existe, donde no hay monotributo, ni AFIP, donde uno puede tener experiencias antropológicas en paz, sin que tu mamá te llame culposa, y conectar con la naturaleza y los pajaritos, sin que el alquiler suba cada 3 meses. Un mundo feliz en medio de la nada, con cantimploras llenas de agua, como pequeños oasis colgando del cuello.
Pero por alguna extraña razón, sigo en Buenos Aires.
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sábado, 13 de febrero de 2010
El patio
(Este fue el cuento que quedó seleccionado en el concurso de minificción. Me tomó diez meses colgarlo aquí.)
En las clases de catequesis nos sacan al patio. A Wu porque es chino y la mamá no quiere, a Julieta porque el padre es agnóstico y marxista y a mí porque soy judío.
Cuarenta minutos al sol. Nos sentamos en triángulo; yo soy el vértice mayor, Wu está a mi izquierda y Julieta a mi derecha. Cuarenta minutos en silencio. Se escuchan las chicharras. Julieta abre y cierra las piernas tocándose rodilla con rodilla. Nos miramos cómplices.
Hace calor, calor, calor.
Wu saca las bolitas de vidrio y disimuladamente deja deslizar una que corre directo a los pies de Julieta. La bolita rebota contra el zapato acharolado. Julieta registra el choque. Wu empuja la segunda bolita. Me pega en la mano. La tomo y se la paso a Julieta.
La voz de la directora del colegio tapa el sonido de las chicharras. Wu y Julieta esconden rápidamente las bolitas en los bolsillos del uniforme. Pasa la directora. Me mira, se detiene. No dice nada. Sigue hasta desaparecer. Wu mira al piso, Julieta se agarra las manos, yo miro al cielo. Está despejado.
Nos quedamos en la misma posición. Las bolitas siguen guardadas en los bolsillos.
Sólo espero que suene el timbre del recreo y salgan mis compañeros de la clase. Pedro está adentro. Me dijo que lo bautizaron y que tiene un padrino. Sale por la puerta del aula, me cuenta que hoy la profesora les enseñó lo que era el infierno.
En las clases de catequesis nos sacan al patio. A Wu porque es chino y la mamá no quiere, a Julieta porque el padre es agnóstico y marxista y a mí porque soy judío.
Cuarenta minutos al sol. Nos sentamos en triángulo; yo soy el vértice mayor, Wu está a mi izquierda y Julieta a mi derecha. Cuarenta minutos en silencio. Se escuchan las chicharras. Julieta abre y cierra las piernas tocándose rodilla con rodilla. Nos miramos cómplices.
Hace calor, calor, calor.
Wu saca las bolitas de vidrio y disimuladamente deja deslizar una que corre directo a los pies de Julieta. La bolita rebota contra el zapato acharolado. Julieta registra el choque. Wu empuja la segunda bolita. Me pega en la mano. La tomo y se la paso a Julieta.
La voz de la directora del colegio tapa el sonido de las chicharras. Wu y Julieta esconden rápidamente las bolitas en los bolsillos del uniforme. Pasa la directora. Me mira, se detiene. No dice nada. Sigue hasta desaparecer. Wu mira al piso, Julieta se agarra las manos, yo miro al cielo. Está despejado.
Nos quedamos en la misma posición. Las bolitas siguen guardadas en los bolsillos.
Sólo espero que suene el timbre del recreo y salgan mis compañeros de la clase. Pedro está adentro. Me dijo que lo bautizaron y que tiene un padrino. Sale por la puerta del aula, me cuenta que hoy la profesora les enseñó lo que era el infierno.
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